Budai se monta en un avión camino de Helsinki para asistir a un congreso de lingüistas. Cuando llega al aeropuerto le meten en un autobús y le llevan hasta un hotel. Aturdido por el viaje no consigue despertar del todo. Cuando por fin se espabila, se da cuenta de que nada le recuerda a Helsinki. No reconoce el idioma, ni el alfabeto, ni consigue hacerse comprender. Afortunadamente consigue cambiar un cheque en la divisa local. Todo está lleno de gente. Hay colas para todo: para recoger la llave en recepción, para comer, para subir al metro... No entiende, ni consigue hacerse entender. Quizás mañana pueda que alguien le haga caso y le entienda, explicarle que se ha equivocado de avión, que tiene que volar a Helsinki. Todo parece muy sencillo, sobre todo para él que puede hacerse entender en dos o tres decenas de lenguas. Pero...
Los días pasan y sus problemas se acrecentan.
No consigue nada.
La ciudad. La muchedumbre. Todo es opresivo, gris y frío.
La incomunicación. La violencia.
La lengua nativa, que no parece tener sentido. Sólo chasquidos.
Y por fin todo se complica más aún.
Según leía este libro me hacía sentir la angustia de su personaje. Al estilo de Kafka. Los personajes de uno y otro se ven envueltos, pese a ellos, en una situación que se les escapa de las manos. Ellos intentan revertirla para volver a su realidad, pero lo único que consiguen es enredar más la madeja. En este libro, pese a toda la angustia, por lo menos al final brilla una pequeña luz de esperanza.
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